Años atrás, no fui partidario del deporte.
Mi padre siempre lo fue, desde
que tuve uso de razón, y desde ese mismo momento, recuerdo que él hizo todo lo
posible para que mi hermano y yo nos enroláramos en algún deporte, para practicarlo
el resto de nuestras vidas.
Nunca –hasta hace seis años–
comprendí su manera de pensar con respecto al deporte.
Como todo padre –o como la inmensa mayoría– imagino que su opción dorada fue el
balón pie.
Mi hermano –menor que yo– si se
enamoró del deporte.
Yo no.
Hasta los treinta años, jugué
sólo por pares de años, o quizá cinco, o seis años [a lo mucho], deportes
varios, como voleibol, baloncesto, béisbol y tenis.
Diez años estuve en reposo –cuasi– absoluto de actividades deportivas.
Finalmente, cuando todo parecía
perdido [hablo desde mi peculiar y personal caso de estudio] los esfuerzos de
nuestro padre dieron fruto, y mi hermano y yo nos hemos inscrito en deportes
que se han convertido en filosofías de vida.
Y no. No fue fútbol.
Ahora que miro a mi hermano
cumplir esta meta, importante para él, puedo darme cuenta del tiempo invertido
que al término del día rinde frutos.
Es un orgullo mirarlo enfrentar
este objetivo, y cumplirlo con éxito.
Así como nadar, fijándome
distancias, dominio de estilo, resistencia y –a últimas semanas– velocidad,
ha representado un arduo entrenamiento constante, disciplina, coraje, y
fortaleza, mi hermano ha hecho lo propio con la bicicleta, un medio de logro de
metas, objetivos, y desarrollo personal.
Cien kilómetros ha sido la
primera de muchas satisfacciones cumplidas que mi hermano logre establecer.
El tablero apenas comienza.
Estoy seguro de ello.
Felicidades.
Escucho:
A320 / Foo Fighters
Out there / Fuzzbubble