Conocí a Bob Dylan de viejo. Me refiero, él, maduro.
La primera canción que escuché de
él, data del año dos mil dos. Lo sé…
¿Dónde demonios vivía yo? ¿Debajo de las piedras, acaso?
No es artista favorito, es decir,
no soy fanático aguerrido.
Sin embargo, Dylan tiene algo único, atemporal,
anacrónico, que lo hace peculiar, que
convierte a sus canciones en instantáneas congeladas, repletas de melancolía y
nostalgia.
Y así es como me siento en los
recientes días.
Durante el último mes, se nos
metió en la cabeza la idea de perpetuar la entrega de los Grammy´s, añadiendo a la colección los álbumes ganadores a la
categoría de mejor álbum del año, a partir del año mil novecientos noventa y
seis.
Es así que he llegado –irremediablemente– al Time out of mind,
ganador en la categoría en el año mil
novecientos noventa y ocho.
Es decir, llego diecisiete años
tarde –tarde, de nuevo– para escuchar a Dylan. Es casi una
costumbre.
En medio de los días grises, y la
Tristeza, esa guitarra, acordeón, y voz angustiosa es como un coro mandado a
hacer para la ocasión.
Sé que el Amor enfermizo surge
cuando te hayas susceptible y herido, vulnerable ante las pruebas de empatía. Cuando
alguien te tiende la mano en este estado, es cuando más profundamente
estableces un lazo. Es cuando el corazón cae irremediablemente en la oscuridad
de lo perdido. Sé que no es buena idea continuar escuchando este álbum en esta
tarde. Es dolor auto infligido. Es suicidio.
Sin embargo, no hay remedio. No
hay razón.
Todo está perdido.
Escucho:
Trying to get to heaven / Bob
Dylan
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