Nota inspirada en cuento de Oscar Wilde.
Con pesar, hoy, en medio de una conversación en torno al Amor verdadero, descubro que dentro de mi pecho se aloja una duda, una semilla dura y oscura como el jade, que me confirma lo que sospechaba desde una vida anterior: mi corazón se encuentra roto, solo, podrido… marchito.
La incertidumbre invade entonces
mi espíritu, y me asesina con cada latido largo y seco en medio de este
atardecer. No puedo respirar. Arde el pecho al siquiera hacerlo.
¿Soy capaz de experimentar, de sentir Amor? ¿Lo merezco?
Soy un alma carcomida por el odio
interno. Odio a mí mismo por aquello en lo que he mutado, como abominación
científica, producto de una reacción química dentro de un tubo de ensaye
llevado a la luz de la mañana, tratando de reconocer el color de las sustancias
extrañas que se integran y se mezclan, definiendo la materia que se gesta
dentro. Insano. Impuro.
Y la sangre se lamenta, y el
cuerpo gime, y la piel palidece frente a la catástrofe.
La duda, la sola posibilidad de
ser una abominación, incapaz de tocar con las yemas del ventrículo del corazón,
la textura suave, pálida y hermosa del único sentimiento universal que nos
define, que dirige, que construye o destruye lo que somos: el Amor.
Y en medio de la penumbra, al
fondo del Espacio vacío de mi pecho, negro, inerte y frío, ahí estás, de nuevo.
Esa textura blanca, marmoleada,
que me cautivó con el brillo de tu primer sonrisa, que conmigo compartiste.
El eco etéreo del timbre femenino
de tu voz, cuando mis oídos percibieron la frecuencia de tu risa.
Y al final, al voltear lentamente
mi rostro hacia la esquina donde yacías aquella mañana, y ver la profundidad
infinita de tus ojos. ¡Oh, Dios! Ese par de estrellas que iluminaron todo el
Espacio circundante, de maneras que no puedo relatar, o describir siquiera...
aún con la imagen completa del Cosmos en mi mente, que inspiraste, que creaste
aquel instante.
¿Cómo olvidar esos pétalos
enroscados que volaban al aire, delicados, cuando la brisa matutina seducía los
cabellos chinos, sobre tu cabeza? Aún puedo oler ese perfume extraído de tu
piel y tus prendas, cuando –sin
querer– nos acercábamos para decirnos
cualquier tontería.
El recuerdo del estremecimiento
de mi ser entero, de mi cuerpo torpe y flaco cuando las yemas de mis dedos
tocaron al fin la aterciopelada textura de tus manos.
Porque alguna vez fui humano.
Y tus ojos.
¡Esos ojos! Ojos café oscuro,
profundos como el mar claro teñido del vino que embriaga a quien jamás ha
probado lo exquisito que se añeja dentro de tus sueños.
Y las siluetas de tu cuerpo. Esa
delicadeza hecha mujer, que el Sol amaba desintegrar e integrar en curiosas
sombras por todo el asfalto y suelo que tus pies tocaban.
Porque parecías volar, cuál
ángel, con esa sonrisa tierna y esa voz delicada, recorriendo todos los
rincones de nuestras urbes, esos cientos de espacios que sólo tú y yo
visitamos, platicando, riéndonos, amando estar unidos, como hombre y mujer, juntos,
sin tener más que nuestra ignorancia, nuestra inocencia de sentirnos
acompañados, y agradecidos.
Me llené de ti, de tu perfume, de
tus risas, de los latidos de tu corazón reverberando en los pasillos, en las
cámaras secretas de mi corazón, en todos los recovecos de mi alma que ni yo
mismo conocía, esos laberintos que habitaste con tu ser, con tu sola presencia
en mi vida.
Suspiré tu imagen y tu espíritu,
mi piel se sació de tu Belleza.
Me embelesé y me perdí en tu ser,
en tu interior, sin haberte penetrado en Sexo y carne. Disfrutamos nuestras
almas el tiempo que decidimos hacerlo. Jamás nos adentramos en el juego de los
cuerpos, jamás nos conocimos en la oscuridad de las caricias y la sangre
hirviendo al límite de una medianoche agonizante, con el miembro excitado por
tu aliento y la calidez de tu piel pálida y hermosa. No fue necesario, no lo
considero parte de la trama.
Y ahora, me atormenta preguntarme
si me odiarías por quien soy. Si te aborrecerá el brillo carente de mi mirada,
ojos vacíos, comparados con las perlas detrás de tu retina, al haberme yo
transformado en lo que me he transformado. Porque tú fuiste la única persona en
el Universo que me conoció en la lealtad de mi Pureza. Fuiste esa balsa que
lleva al Cielo en plena existencia y presencia en la Vida. Fuiste esa Luz
resplandeciente que ilumina de manera poderosa las galaxias.
Si tan solo hoy pudiera
compartirte uno solo de mis estúpidos abrazos.
Hoy, en medio de la Nada, la Duda
y el rencor, atiborrado del dolor de la inexistencia humana, en el charco de la
soledad y la desgracia de espíritu, producto de la luna llena que inspira lo
peor de mi persona, cual hombre que denigra en lobo, observando con horror y
cierto placer las manos que mutan en pezuñas retorcidas, rasgando y haciendo
sangrar todo cuanto toco, cuestiono si merecí ser el receptáculo de tu Amor,
ese sentimiento humano, puro de vivir, de aceptar, de trasmutarlo todo, y
encontrar la Fortaleza, esa fuerza que mueve las montañas, que dirige y
mantiene firme los planetas.
Porque siendo yo humano, me
amaste como si fuera hombre, y me brindaste sin dudas tu cariño, tu tiempo y el
fragmento de tu vida que representó que estuviéramos unidos en un pedazo de
Materia y Tiempo.
La Vida me llevó por parajes de
desgracia de Espíritu. Por azares del destino, sobreviví, apenas vivo,
odiándome a mí mismo por aquello que quedó de mí cuando la tormenta concluyó
conmigo. Yo no pedí ser náufrago de mares desolados y violentos. Atrás quedaron
los parajes bellos y despreocupados, donde crecen los árboles y se forman los
amaneceres. Crecí sobreviviendo, asiéndome de donde pude, para mantenerme a
flote. Jamás hablé, suspiré, o volví a recordar lo que es Amor, lo que
significa amar.
No valía la pena, no recordaba
cómo hacerlo, o quizá ya no importaba.
Me serví platillos de sexo frío,
y me atasqué de ellos, de todas las variedades de sus frutos, frialdad e
indiferencia, de ese maldito ego que, sabiéndose no atractivo, se auto complace
en la soledad de las caricias externas, de los besos vacíos, de las reacciones
farmacodependientes al buscar en el cuerpo ajeno, todos los recuerdos del
Espíritu que yacía perdido.
Jamás amé. Jamás me detuve a
reflexionar al respecto. Nunca más volví a experimentar sentimiento profundo
alguno. Sólo noche tras noche, cuerpo tras cuerpo, píldora adictiva que
restructuró las cuerdas de mi cuerpo, hasta convertirlo en piltrafa ahogada de
sentimientos de obsesión, y desenfreno, entre ríos de sexo, a contracorriente,
aprendiendo a nadar cual atleta entre las aguas de la indiferencia.
¿Me odiarías si vieras la pintura
en la que me he convertido?
¿Me reconocerías?
Odio no ser atractivo, como
aquellos que nada les cuesta lo que tienen, las caricias, los abrazos y los besos,
la tranquilidad y el sarcasmo de sus risas, como parte de su naturaleza, y lo
bien que lo aprovechan.
Odio no ser capaz de recordar
cómo diablos se ama, se alcanza ese sentimiento inesperado y sublime de saberme
afortunado, íntegro y sereno.
¿Volverías a amarme? Si no puedo
ni mirarme al espejo e identificar un poco de bondad. Si me odio, odio lo que
miro en el reflejo de cualquier espejo. Y eso me carcome, me asesina, ataca
desde dentro el Equilibrio de una simple apariencia serena y bien construida.
Los ángeles me guían. ¿Cómo
pueden vislumbrar mi propia silueta, en medio de una oscuridad tan densa?
Y veo el retrato hecho por la
Vida. Mientras tanto, escribo estas líneas, desde el interior de un alma
podrida.
Sólo una vez he amado.
Lo recuerdo, porque en tu
persona, me enseñaste a aceptar lo que miraste delante de ti: mi ser entero. Fueron los momentos más
felices que tengo en mi memoria, porque en ellos me amé a mí mismo sin rencor o
condición, reflejando ese amor en tu presencia, tu sonrisa, ese sentimiento
sólido como el acero, que lo soporta todo con su delicadeza sobrehumana. Así me
enseñaste a mirarme, a aceptarme a mí mismo, a compartir la creencia de que el
Amor existe, de que poseo una finalidad, una misión, un destino. Fuiste sólo la
plataforma que me preparó para el reto que me llevaría a confrontar mi
verdadero ser, en naturaleza y espíritu, no importando lo que esto fuera.
Fuiste quien me brindó una
oportunidad de amar a otros, a través de amarme a mí, y reconciliarme conmigo
mismo...
Imagen de filme: `Dorian Gray´, extraído de la liga:
Escucho:
Draw the line / Álbum by David Gray
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