El Tiempo es un organismo vivo, que jamás cesa de respirar.
En cada suspiro se lleva parte de
la Vida que corre por mis venas. En cada instante continúa su avance, lento,
paulatino, casi agonizante. No hablo del ritmo de sus pasos, sino del hecho de
no ser capaz de detener sus latidos, sus lapsos, esas diminutas fracciones que
tamborilean, recordándome que, haga lo que haga, el Tiempo siempre se reirá en mi rostro, ante mi frustración por no
poder detenerlo, dominarlo, ser su juez, su dueño…
Y luego están esos artefactos
endemoniados. Como si no fuera poco mirar a la bóveda celeste y saber la hora
exacta del día, por el juego de las luces y las sombras. Por el movimiento
imperceptible, pero seguro, del astro más brillante, arriba, en el cielo.
Y esa hora exacta, la marcada por
la ironía del Destino, es la que
miro en todas partes. En todos los artefactos, a todas horas, y en
absolutamente todos los lugares.
Es la hora que me recuerda que no
estás. Que jamás volverás a estar.
Que te he perdido para siempre, o
sólo es que decidí que jamás volvería a mirarte.
Como sea, el Tiempo se ríe de mí
a carcajadas, con sus manecillas, esa obsesiva manera de marcar un instante
pasado, que es presente, a la vez que futuro.
De noche, cuando todo está a
oscuras –incluso–, me da miedo preguntar: ¿qué
hora es?
En el fondo –que estúpido soy– sé la respuesta. Mi espíritu lo intuye. Mi ser
entero lo agoniza…
Siempre es la misma hora. El mismo eterno sufrimiento.
Siempre es la misma hora. El mismo eterno sufrimiento.
Es diez para las cinco…
Escucho:
Where are you now? | Brandy
Nobody lives without love | Eddi Reader
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