'No podemos perder la Fe en la Humanidad,
porque también somos seres humanos'.
Albert Einstein.
—¿Y qué sucede con la
Arquitectura, señor?
Largos ratos en la comida,
platicando con mis hermanos y mis padres. Largas charlas con mis padres, en
solitario, sobre todo con mi madre, intercambiando ideas y hablando sobre temas
de alcance profundo. Son los momentos que más recuerdo de mi vida, en estos
recientes días: las charlas largas, los diálogos interminables.
Es por eso –quizá– que, cuando
salgo a recorrer mi república, paso tanto tiempo dentro de los edificios
antiguos y las ruinas: para dialogar con
ellas, para aprender de la Vida. Como arquitecto, siempre me apasionó su
lenguaje y su alto poder, de origen simbólico. Agradezco a Dios por permitirme
hablar esa lengua tectónica con alma
humana, y poder experimentar en el Silencio, las más bellas y valiosas
sensaciones estéticas y espirituales.
Ya no tengo estudiantes a mi
cargo a quienes guardarles respeto, o por los cuales medir mis pensamientos, o
cuidar la profundidad o naturaleza de mis diálogos, o mis textos, no por lo
grosero o lo coloquial que éstos sean, más bien por las verdades que encontré
en la Vida y en la Arquitectura durante los últimos dos años, algunas de ellas
que contradicen a lo que debía enseñar estando en las aulas, o simplemente
porque herían los egos inflados que los arquitectos poseemos, y que,
desgraciadamente, también enseñábamos en los espacios académicos. Abandonar
todo ello –debo confesar– fue una pesada carga que hoy aligera mi
espalda.
No recuerdo si compartí las
fotografías de esta nota antes. Las elijo, porque representan la esencia de mis
palabras, no por la referencia directa a la que alude el texto, que quede claro.
Esta tarde, tras las primeras
horas de un sismo que arriba exactamente treinta
y dos años después, para enseñar a una nueva generación, la cruda Verdad de
la Vida, es que me tomo el tiempo de escribir esta nota.
Duele el dolor humano que ha
dejado un evento por demás natural. Las imágenes y las actitudes humanas han rasgado
el corazón, en el buen y en el mal sentido de la palabra. En sólo minutos, mi
estado ha pasado de la agonía y la sorpresa, a la alegría y la conmoción,
terminando en la incertidumbre y el llanto, pasando por la frustración y la
impotencia.
Es increíble
que –tras haber superado la primera
impresión de la desolación y el sufrimiento humanos (de los que no hablaré en
esta nota, por respeto a los afectados y las víctimas)– viene la destrucción, y la pérdida de nuestro patrimonio.
El primer
vídeo que destrozó (de nuevo) mi alma tras haber recuperado la calma al
presenciar lo inmediato, fue aquel donde las torres de una iglesia, en uno de
los lugares más representativos y bellos de México, ven volar sus cúpulas, que caen hechas pedazos al suelo,
que aún se sacude indiferente unos segundos más, tras el pasmo de los
visitantes de ese sitio.
Como esa
construcción, docenas más habían colapsado en el sismo anterior, a lo largo y
ancho del territorio suroeste de mi país.
Y qué decir de
las construcciones, civiles y religiosas, todas ellas, que colapsaron tras el
movimiento de la tierra en diversas ciudades, localidades y pueblos.
Como
arquitecto, me enfoco –que quede
claro, para el solo efecto de esta nota, que no toca el sufrimiento (físico)
humano– en las edificaciones que
ganaron su mérito por sus siglos de pie, por ser protagonistas de la Historia,
por contener hechos, eventos, símbolos y valores sociales y humanos que, en
muchísimos casos, fundaron o definieron las comunidades, las ciudades, así como
fragmentos de nuestra Identidad como seres humanos pertenecientes a un determinado
país.
Siglos y
siglos de Historia, contenida en muros, techos y ventanas, hecha pedazos en
sólo un par de minutos.
Duele porque
un pedazo de nosotros mismos ha muerto ahí, también.
Como
arquitecto ha sido primordial para mi viajar, conocer, visitar y recorrer
espacios arquitectónicos y complejos urbanos desde siempre, no porque sea parte
de una elite profesional o se trate
de un lujo o acción sacra destinada
únicamente para las personas cultas e iluminadas como lo son los arquitectos
(de acuerdo al bagaje cultural que
tuve que tolerar en la Academia, donde se le enseña al estudiante nuestro papel
primordial en el desarrollo de las
sociedades, como figuras preparadas cognitiva
y culturalmente, afortunados de ser
quienes somos, como piezas valiosas de la sociedad). Viajar me ha hecho
forjarme una entereza humana, una fortaleza espiritual que me llevó a reunir
las fuerzas necesarias para abandonarlo todo cuando mi Salud me ha puesto a
prueba, y la Enfermedad ha transformado por completo mi manera de entender y
vivir la Vida.
Y ahora, tras
esto. ¿Dónde queda la figura del arquitecto, mientras muchos de los espacios más
valiosos y simbólicos de los pueblos, de las ciudades y de una nación, se han
venido abajo? Ni todos los arquitectos juntos podremos jamás reconstruir o
restituir –más bien dicho– las piezas del pasado, de nuestra
Identidad, que se han perdido, que se han roto al caer las estructuras y el
Arte contenido en ellas.
Duele mirar
los restos de bellos espacios arquitectónicos tendidos y regados en el piso,
que sólo hasta minutos antes, eran referencias de fuerza, reconocimiento e
Identidad humana y social en diversos grados y niveles.
Duele porque
ya no se podrá visitar, conocer y recolectar las piezas de la Historia, la
Cultura, las tradiciones y los valores humanos que las personas siempre
confirmaban detrás de las paredes, o delante de ellas, en edificaciones
hermosas, útiles, valiosas, y o simplemente representativas o perennes, y que, lejos de engrosar
conocimiento o Cultura, para mí –por
lo menos–, representaban una
bendición de Vida, al reencontrar
piezas de mi propio espíritu, regadas en el juego de las luces, las sombras y
los recorridos de tal o cual estructura, confirmadas por el paso milenario de
personas, a las que observaba pacientemente, tratando de dialogar con el Espacio, a través de acciones, rutinas,
sacramentos cotidianos que dotaban de
Vida y significado a la existencia humana. Duele porque –estaba convencido de ello–,
una parte de mi recuperación sería contar con esas piezas para reconstruir mi
alma.
Hoy, dos sismos
han dejado una profunda fisura, un vacío más allá de la tierra abierta, la
muerte humana, la destrucción masiva o la herida infringida en una memoria
colectiva.
Duele la metáfora de entender bajo el yugo del
sufrimiento social, que la frágil presencia humana –al igual que todas sus frágiles creaciones– debe pasar por la desaparición y la Muerte. Tal vez con la Arquitectura la Humanidad consiguió momentáneamente
burlar al Tiempo, y perdurar por siglos. Duele porque ahora comprendo que un
arquitecto no te hace un ser humano diferente al resto, y porque, en tus
capacidades, cualidades y dones, no se encuentra el poder de recuperar y
devolver las piezas de alma que las personas atesoraron durante años, décadas o
siglos, y que han perdido en cuestión de instantes. Ambas cosas –ahora lo comprendo dolorosamente– no te corresponden.
¿Qué hago
aquí, entonces?
¿Qué se puede enseñar en la Academia, a los
estudiantes que pretender ser arquitectos, después de algo como esto?
Alguien me
dijo hoy –tal vez en son de broma,
sin ninguna intención específica, pero con un agrio sabor a Verdad, ahora que
lo analizo a fondo– que me había retirado a tiempo.
Leí en alguna
parte la porción de texto que rezaba que la
Naturaleza no asesina seres humanos, más bien lo hacen los edificios.
¿Quién los ha diseñado, al término del día? Una amiga, hoy por la mañana, decía
algo que me pareció más que una coincidencia o broma del Destino. ¿Un sismo,
despistado y azaroso, en verdad llegó exactamente treinta y dos años después de
un primero que destruyó ciudades enteras? Y el del presente pareció –aparte– ensañarse con edificios religiosos a lo largo de la sierra y los
llanos del suroeste.
¿Y qué decir
de los espacios civiles y cotidianos que se derrumbaron, llevándose consigo la
vida de seres humanos?
Duele la analogía de la Arquitectura, esa parte
del espíritu humano, la que albergaba nuestro bienestar físico, que ha sido
trastocada y derruida por fuerzas naturales. Duele la contradicción de mirar que el espacio físico y artificial creado
para brindarnos confort y seguridad, no puede sino expresar nuestro fracaso al
intentar mantenernos a salvo de la Naturaleza.
¿Qué nos
enseña esto? Alguien dijo que treinta y dos años acontecieron –no me agrada pensar que– en vano.
Hay mucho por hacer, por
reconstruir, por revalorar y por transformar.
Antes de enfocarnos en reconstruir –de nueva cuenta–,
debemos aprender a mejorar como personas, a transformar nuestra realidad
(externa e interna). Al fin y al cabo, ser consciente, empático, y maduro
espiritualmente, no lo enseñan las escuelas, las universidades o la Academia,
sino eventos que concluyen, minimizan, o destruyen nuestros esfuerzos por mantenernos
tercos en existir de maneras que hoy vemos, son negligentes y caducas, y que
superan por completo la ilusión de que nos mantenemos haciéndolo todo
correctamente.
Escucho:
Sarah | Lesson learned || Ray
LaMontagne
Love´s divine | Waiting for you || Seal